Oaxaca es una de las raíces de México, ahí se domesticaron la calabaza, el jitomate, el aguacate y el maíz. Ahí se discutió la filosofía y arte de las cuentas del tiempo. Desde tiempos antiguos se relacionaron con los olmecas de la Costa del Golfo y aprendieron del conocimiento que estos desarrollaron.
Los zapotecos innovaron en la organización del espacio y el tiempo, hay que estar en Monte Albán para experimentar esto. Registraron fechas calendáricas en piedra desde el 500 antes del presente. Establecieron relaciones diplomáticas y comerciales con la poderosa Teotihuacan.
Los valles centrales de Oaxaca fueron, por cientos de años, un clúster de conocimiento, del conocimiento más sofisticado de la época: en arquitectura, escultura, astronomía, organización socio-política, comercio, etc.
Muchos siglos más tarde, de la verde Antequera emergieron Juárez, Díaz y Vasconcelos, todos ellos forjadores de nación. Tierra ancestral de maestros y guerreros, tierra de Tamayo, Toledo y el mezcal, México no es sin Oaxaca.
Hoy, aquel ombligo se crispa ante la estupidez, ante esa razón de fuerza mayor de la que hablaba el maestro Eduardo Nicol, esa razón que se establece e impone sólo porque goza de mayor fuerza (bruta), en este caso la fuerza de un estado decadente y podrido, que hiere a la tierra mexicana y a su gente.
Oaxaca se levanta con los brazos en alto frente a los golpes de un mundo que ya no es y sigue siendo, y mientras lo hace, oprime a la vida que quiere brotar como el maíz de la tierra.
México vive una situación delicada, en todas partes hay algo que está destruyendo y oprimiendo, robando, chupándose la vida y la conciencia, que es lo que está en juego.
La estupidez se cierne queriendo gobernar desgobernando pero el poder está en las personas, en la conciencia de vida.