Los Muertos
El altar del Día de Muertos nos vuelve conscientes sobre la finitud de la vida corporal, pero también nos conecta con la larga cadena de vida que trasciende los cuerpos, cadena de la que nosotros tan sólo somos un eslabón.
Rendir culto a los muertos nos conecta con el pasado, pero también con el porvenir, pues tendríamos que mostrarles a nuestros hijos la razón de poner las fotos de los abuelos muertos junto con sus comidas y bebidas favoritas.
Rendir culto a los antepasados nos hace conscientes de la herencia que portamos y recibimos de ellos, pone énfasis en la dimensión intangible del universo o, mejor, nos permite tender puentes entre lo tangible y lo intangible de nuestro ser.
Somos seres multisensoriales, nos comunicamos por varios canales simultáneos, pero la inercia del stress posmoderno quiere engañarnos e insiste en hacernos seres unidimensionales, dialogar con la muerte es un ejercicio que va a contracorriente.
Tener conciencia de nuestros muertos nos hace hombres, sólo nosotros entre los seres vivos nos vinculamos con la muerte de forma consciente, sólo nosotros prolongamos nuestros vínculos más allá de la extinción de los signos vitales.
Las múltiples ofrendas funerarias que yacen en tierras mexicanas nos develan la dimensión simbólica de nuestra tierra. Las ofrendas a los muertos nos revelan el interior de la imaginación y de los corazones de aquellos que nos anteceden.
Aquí en México la muerte es vida y la calaca tilica y flaca nos distingue entre las naciones, ella es uno de los personajes principales de nuestro devenir y de nuestro ser, la Catrina de Posadas es expresión del arquetipo inmemorial que ronda nuestros callejones por las noches. Nuestro vínculo con los muertos dice todo de nuestro vínculo con los vivos. Nosotros, a diferencia de muchos otros pueblos de hoy, no negamos la muerte… ¿por qué? Porque negarla sería negar el proceso vital que nos hace ser quien somos.